Álvaro Ledesma de la Fuente, Universidad de La Rioja
La vuelta de Donald Trump a la presidencia de los Estados Unidos, pese a haber enfrentado cargos por 34 delitos, salir impune y acumular un largo historial de polémicas y exabruptos, invita a reflexionar sobre el arraigo de ciertas mitologías contemporáneas y cómo estas han llegado a moldear el panorama político actual.
Estas narrativas, entendidas como modos de subjetividad asumidos como universales, alteran los consensos básicos y la percepción que la sociedad tiene de sí misma. La globalización de las últimas décadas ha generado una creciente desigualdad y ha fomentado la sensación de abandono en una parte de la población, marginada por la economía y la cultura modernas.
El mito de la meritocracia es uno de los constructos centrales de nuestra época, un discurso muy presente en la esfera política y mediática que asegura que con trabajo duro y esfuerzo es posible conseguir todo lo que se proponga, y que es el trabajo individual, y no la ayuda de un entorno favorable o una situación social acomodada, lo que determina el éxito o fracaso de los objetivos vitales.
El mérito no lo explica todo, ni mucho menos
Por eso es conveniente prestar atención a algunos datos que demuestran que la relación entre el esfuerzo personal y la recompensa en forma de riqueza no es la única variable, sino que hay numerosos factores económicos y sociales detrás: según el estudio “Inequality of Opportunity in Spain: New Insights from New Data”, llevado a cabo por investigadores de la Universidad de La Laguna y la Universidad Complutense de Madrid, al menos un 44 % de las desigualdades en la renta en España tiene su origen en factores que no están relacionados con el mérito o las elecciones de los individuos.
Se identifican cuatro factores que perpetúan las desigualdades en la sociedad: el nivel educativo de los padres; el tamaño de la familia; el tipo de escuela a la que se asistió (que genera una extensa red de contactos y capital social, por acudir al término del sociólogo Pierre Bourdieu) y la ocupación del padre.
La pobreza también se hereda
Lo que revela este informe es que, así como la riqueza se hereda, la pobreza también se hereda: la riqueza de los padres influye directamente en las posibilidades de éxito de los hijos. Por eso uno de los principales predictores del éxito de una persona es el capital familiar con el que cuenta, y no tanto el mérito personal.
De esta forma, el ascensor social del Estado del Bienestar, la posibilidad de mejorar la situación vital con trabajo y esfuerzo, queda distorsionado por la variable del origen familiar.
El filósofo Michael Sandel, premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales 2018, analiza esta situación en La tiranía del mérito (Debate, 2020), donde señala cuáles son las limitaciones de esta valoración del mérito como factor principal para explicar el éxito de unos pocos, que además normaliza y justifica la enorme desigualdad de la distribución de la riqueza en la sociedad estadounidense.
Según Sandel, el talento reconocido por la sociedad es una suma de suerte (familiar y genética), situación histórica, económica y social, y no tanto una muestra inequívoca del mérito. De esta forma, el éxito individual de los ganadores refuerza la ideología del mérito como algo exclusivamente personal, ya que, si se ha tenido éxito, es porque se ha merecido. Esto conlleva también naturalizar el fracaso de los perdedores, bajo la creencia de que fue por su culpa.
Las familias acomodadas son conscientes de este mecanismo, por lo que destinan abundantes recursos a la educación de sus hijos en centros de élite, perpetuando así este sesgo a través de las generaciones.
Esto refuerza los privilegios de aquellos que ya gozan de una mejor situación desde su nacimiento, ventajas que poco tienen que ver con el mérito propio; también se naturaliza la injusticia de que, a pesar de que no todas las personas parten de las mismas oportunidades, se otorgue un peso desmesurado a la responsabilidad individual de quienes no logran alcanzar sus objetivos.
Un mito corrosivo
La consecuencia de la mitología de la meritocracia es, según Sandel, corrosiva para las sociedades contemporáneas:
“Cuanto más nos vemos como seres hechos a sí mismos y autosuficientes, menos probable resulta que nos preocupemos por la suerte de quienes son menos afortunados que nosotros. Si mi éxito es obra mía, su fracaso debe de ser culpa suya. […] Cuando la noción de la responsabilidad personal por el destino propio es demasiado contundente, se vuelve difícil imaginarnos en la piel de otras personas”.
Aunque el esfuerzo existe y es digno de elogio, como ocurre con aquellos que arriesgan sus carreras por defender lo que consideran justo, es conveniente no olvidar la relevancia de los orígenes familiares, así como del capital cultural y social del que se dispone (como es el caso de los multimillonarios privilegiados que han aupado la presidencia de Trump).
Solo al tener en cuenta la enorme injusticia de base en un sistema en el que la riqueza está distribuida de forma tremendamente desigual podremos avanzar hacia un mundo más justo y más libre.
Álvaro Ledesma de la Fuente, Profesor de Filosofía, Universidad de La Rioja
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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Author: viajes24horas
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